Mauricio Llaver

Vietnam, el país comunista donde vibra el capitalismo

(Este es un capítulo de mi libro “Viajes con el alma despierta”. Las fotos fueron tomadas por mí).

Un día me llegó un e-mail de Arturo Cortés, con una promoción de un viaje por Vietnam y Camboya. “Mirá esto. A ver si nos prendemos”. Era un tour completísimo, por un buen par de semanas, con traslados, hoteles, guías locales, algunas comidas, visitas organizadas, que salía desde Los Ángeles.

Nos prendimos. Éramos los únicos del grupo que no vivían en Estados Unidos. Había estadounidenses, rusos, filipinos, italianos, portorriqueños, pero todos vivían allá, y uno de ellos había peleado en la Guerra de Vietnam.

En Hanoi salimos del aeropuerto y había carteles de McDonald’s, Subway, Coca Cola, Visa, Bank of America. Los norteamericanos se miraban entre sí con caras de incredulidad. ¿Este es un país comunista? ¿Quién ganó la guerra aquí?

En Hanoi había buena vibra y muchas cosas eran sorprendentes y coloridas.

Lo primero eran las motos en la calle. Venían cientos por cada cuadra. En la primera charla del guía, nos advirtió: “Cuando empiecen a cruzar una calle, no se detengan. Las motos los van a esquivar a ustedes. Pero si se detienen, los pueden atropellar”. Le hicimos caso y no tuvimos ningún problema, pero por nuestro lado pasaban motos con una, dos, tres personas arriba, motos con muebles, canastos, sillas, perros, todo lo que uno se pueda imaginar.

Lo segundo, más importante para mí, era la comida. En Vietnam se come a todas horas y en la calle, y hay una variedad realmente asombrosa de arroces, vegetales, carnes, pescados, mariscos, ajíes, condimentos. Yo tenía fijadas las imágenes de los programas de Anthony Bourdain, y de cómo transmitía su amor por la comida vietnamita. Quería sentarme en alguna vereda y comer un Pho Bo, y eso es lo que hice la primera noche en la capital vietnamita.

Comiendo pho bo en Hanoi.

El Pho Bo es, básicamente, una sopa de fideos de arroz con caldo de carne. Pero lo mejor viene después: vísceras (los dioses sabrán de qué), albóndigas, trozos de pollo, cebolla, cebolla de verdeo, ajíes, cilantro, coriandro, menta, albahaca, brotes de soja, pimientas de todo tipo. Y salsas orientales de pescado, sriracha, hoisin, o la que uno le quiera poner. Muchos lo cocinan durante toda la noche, porque una de sus maravillas es que la comen a cualquier hora del día, empezando por el desayuno.

Llevábamos unas pocas horas en Hanoi y nos sentamos en una sillita de plástico bajita, con una mesa ratona, y nos comimos el primer Pho Bo. Era en la vereda de una callecita comercial, llena de vietnamitas y turistas que iban y venían, y sonaba música por todas partes. Capturábamos los fideos y los ingredientes con palitos, saboreábamos la sopa y mirábamos pasar a la gente. En un tramo de la calle, había cientos de jóvenes que comían, tomaban sus cervezas, se sacaban fotos, cantaban y pasaban en motitos entre las mesas.

Había buena onda. Era lindo estar en Hanoi. Y eso sólo fue el comienzo.

En el City Tour de la mañana siguiente apareció una gran curiosidad: una estatua de Lenin. Toda Europa Oriental las había derribado cuando cayó el comunismo, pero en el Vietnam de economía capitalista quedaba una.

Con las explicaciones del guía empezaron algunas sorpresas. “Lo único gratuito en Vietnam es la educación primaria”. A partir de la secundaria, había que pagarla, y ni hablar de la universidad. Ni siquiera la salud era gratuita: “Todos tenemos que tener un seguro”.

Por supuesto que había un museo imponente de Ho Chi Mihn, el líder de la resistencia a los Estados Unidos. Pero las calles eran como las de cualquier ciudad capitalista, con comercios abiertos todo el día, sin horarios. En muchos casos, en una misma casa está el comercio adelante, las habitaciones atrás y comen en la vereda. Sacan las mesitas y sillitas de plástico, se sientan ahí, y comen. Sin problemas.

En el segundo piso de una esquina maravillosa, había un café llamado Highlands. A la izquierda se veía un parque con un lago; abajo, un Kentucky Fried Chicken y un McDonald’s; a la derecha, una feria con puestos de ropa en la calle. Y por todas partes motos y automóviles, motos y automóviles. Nos sentábamos en el Highlands y simplemente mirábamos cómo se desarrollaba la vida en Hanoi.

Durante un par de días hicimos un pequeño crucero por Halong Bay, Patrimonio de la Humanidad. Son miles de pequeños montes que sobresalen del agua, llenos de vegetación. Es un lugar rarísimo y hermoso. Antes de subir, una chica que trabajaba en el lugar estaba con un barbijo puesto. Era una cosa exótica, muy típica de los países asiáticos, y yo le tomé disimuladamente una foto para subirla a mi Instagram.

Era abril de 2019.

Un año después, ya no era exótico para nadie en ningún lugar del mundo.

Desde Hanoi fuimos a Hue en tren. El viaje duraba toda la noche, y antes de subir compramos algo para comer en el camarote. Unas papas fritas Lays, un chocolate Snickers y un agua mineral Danone. Cuando me di cuenta, eran todos productos de multinacionales norteamericanas y francesas.

Durante el viaje, pude ver el Vietnam de las postales. Campos y campos, arrozales inundados, y los campesinos que se agachaban para cosechar el arroz, con los típicos sombreros cónicos en sus cabezas. Parecía una película.

En Hue fuimos al Palacio Imperial, que antiguamente se llamaba “Ciudad Púrpura Prohibida”, un nombre muy oriental. Quedan pocos edificios, porque los norteamericanos la bombardearon durante la famosa Ofensiva del Tet. Cuando bajamos del ómnibus, una mujer me quiso vender un sombrero cónico y me pedía cinco dólares. Empecé a regatear y llegamos a dos dólares. Me quise bajar a uno, me dijo que no, me planté y no hubo transacción. Después me di cuenta de que por dos dólares podría haber conseguido un excelente recuerdo, y hasta lo tendría colgado en algún lugar de mi casa. Soy irrecuperable.

En Hoi An había un río precioso, bordeado por una vereda costera llena de comercios. Ahí vi una remera del Che Guevara con rasgos de simio, y una leyenda, en español, que decía “Viva la Evolución”. Nada de revolución ni cosas de esas, y eso que estábamos en un país comunista.

Como siempre sucede, en el grupo empezó a haber cierta camaradería. Una mujer mayor, que viajaba con su marido, me preguntó al principio del viaje de dónde éramos. “De Mendoza, Argentina”, le conté. “En Mendoza producimos vinos”. Y le mencioné el Malbec. La mujer sonrió e hizo un gesto de aprobación. Cuando se menciona al vino, las cosas cambian. El vino otorga prestigio.

Después me di cuenta de que también había puesto primero a “Mendoza” en mi respuesta, cuando antes hubiera mencionado al país. Desde entonces esa es mi fórmula de presentación. Soy de Mendoza, Argentina.

En Da Nang no salíamos de nuestro asombro.

El ómnibus iba por una larga costanera, y eran kilómetros y kilómetros de arenas blancas al costado, boulevares con palmeras, automóviles, motos, y turistas que disfrutaban del lugar. Las cadenas internacionales de hoteles, y sus casinos, se sucedían. Parecía Miami o cualquier isla del Caribe.

Ahí nos enteramos de que José, el portorriqueño, había estado en Da Nang durante la guerra. Habían pasado casi cuarenta años y no podía creer cuánto había cambiado el lugar, que entre otras cosas ahora tiene un puente con forma de dragón.

En Da Nang fuimos al aeropuerto y tomamos el vuelo hacia Ho Chi Minh City, la antigua y legendaria Saigón. El vuelo fue bueno, pero no podía imaginarme que iba a vivir una de las experiencias más hermosas de mi vida.

El aterrizaje era al atardecer y había sol. El avión empezó a planear y abajo apareció el Delta del Mekong, que desemboca en el Mar de la China Meridional. Por suerte la aproximación tomó mucho tiempo, así que yo miraba por mi ventanilla y, cuando el avión se inclinaba, lo hacía por la del otro extremo de la fila. Era hermoso.

El Mekong recorre seis países y tiene casi cinco mil kilómetros, y justo termina ahí. Tuve suerte. Ese río me atrajo desde que leí que alimentaba a cien millones de personas en China, Myanmar, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam. Fue el aterrizaje perfecto, grabado con mi teléfono, y una forma estupenda de arribar a la ex Saigón, también mítica y objeto de tantas películas y documentales por la famosa guerra.

En Ho Chi Minh City fuimos al hotel, dejamos las valijas y nos fuimos al centro a pasear y a cenar. Estaban todas las marcas, todas las etiquetas, todos los bancos del planeta. Y buena parte de todas las motos.

En un semáforo en rojo, en una esquina, entendí muchas cosas con una sola mirada. Los jóvenes iban vestidos con lo último, con un Smart phone en una mano (y la otra en el manubrio de la moto), peinados a la moda. Se juntaban, sonreían, comían, flirteaban y disfrutaban de lo que consumían. Adiós a la guerra, la historia y el sacrificio. Esos chicos ya viven en otro mundo.

A la mañana siguiente, mientras yo desayunaba otro Pho Bo, una de las norteamericanas me mostró en su teléfono sus filmaciones de las luces, el movimiento, el ritmo de la calle. Y me dijo, mientras hacía un gesto de incredulidad: “En New York no hay algo como esto”.

Arturo quería comprar un repuesto de un reloj Tag Heuer para su hijo Nicolás, y encontramos el lugar, en una zona llena de marcas high class. El local era impecable y las empleadas estaban vestidas con elegancia. Yo había conocido la rusticidad del comunismo en la Unión Soviética, y esto era, verdaderamente, otra cosa.

En Ho Chi Minh City descubrí que había una catedral de Notre Dame, una réplica de la de París. Es una consecuencia de las décadas de dominio francés, y me sorprendí con el dato de que aproximadamente un diez por ciento de los vietnamitas son católicos.

También está el edificio del correo, una belleza de arquitectura francesa, que ahora es una especie de mall. Había negocios en todas las oficinas y mesas con todo tipo de productos en el hall central y los pasillos.

Cuando me preguntan por Vietnam, mi respuesta es que nosotros tenemos una idea distorsionada de su historia, porque sólo la vinculamos con la guerra con Estados Unidos. Pero los norteamericanos sólo estuvieron veinte años, mientras que los franceses estuvieron ochenta y los chinos la dominaron durante un milenio completo.

La referencia de los vietnamitas no es Estados Unidos. Es China. Siguen sus pasos, imitan su modelo de autoritarismo político con apertura económica, y su objetivo es no quedarse rezagados con respecto a su enemigo histórico.

En el Palacio Imperial de Hue, donde me perdí de traerme un sombrero cónico de recuerdo.
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