
En Madrid fui a una corrida de toros y, contrariamente a lo que me imaginaba, no encontré una respuesta al interrogante de si lo aprobaba o no. Es el espectáculo más ambiguo del mundo, donde uno puede horrorizarse o terminar aclamando al torero, por lo menos según lo que me pasó a mí. En sí mismo, todo consiste en debilitar a un toro hasta que, presa de la fatiga y el desconcierto, pueda ser rematado por un hombre con su espada. Pero hay que reconocer que, para estar frente a ese toro, hay que tener unos cojones de primera calidad. Al principio, todo me pareció horriblemente asimétrico: al pobre toro lo desgastan entre varias personas con sus capas, sus amagues y sus banderillas (y cuando los carga el animal se esconden detrás de unos refugios de madera) y luego, desde un caballo con parapeto, lo lancean para que empiece a desangrarse. Ahí aparece el torero, con su traje brillante, su elegancia, su capa roja y su espada, y le da el crescendo y los toques finales a la faena, hasta que el toro cae derrotado y lo sacan muerto de la plaza.
En un principio, la corrida me pareció algo de una asimetría horrible, y ver los ojos del toro, con su intuición de muerte, es algo de lo que no me podré olvidar. Pero con el paso de los días, procesar esa información me llevó a una nueva mirada del asunto: que dominar de esa manera a un toro tiene algo de conquista, algo de revancha de la naturaleza, porque, en un encuentro de uno a uno, ni el más hábil de los seres humanos tiene posibilidades de salir vivo frente a un animal de 600 kilos con dos cuernos puntiagudos. Y así como me persiguen los ojos del toro, tampoco puedo olvidarme del impacto sísmico que percibí cuando lo lanzaron a la arena y aparecieron el ruido de su carrera, el retumbar de sus patas contra el suelo y hasta el sonido inquietante de su respiración. Frente a esas sensaciones encontradas, empecé a entender que, en una corrida, organizada con una gran cantidad de reglas, puede haber un reflejo de refinamiento en algo tan brutalmente simple como asesinar a un animal. El clima de la plaza, los “oles”, el entusiasmo general, contrastaban con todas las críticas a la tauromaquia que había leído en mi vida, y después de haber visto una corrida puedo decir que ahora comprendo a ambas partes. Mi única seguridad después de esta experiencia es que por algo se trata de un debate que lleva siglos, y no creo que alguna vez se vaya a zanjar. Ni siquiera estando ahí me pude llevar una sensación definitiva de lo que significan los toros.