Fragmento de mi libro «Has tenido lo tuyo»

—¿Qué vino le gusta?
—Todos. A mí no me gusta un vino: me gusta el vino.
—Explique…
—El vino es algo mucho más profundo que una sola etiqueta, o un solo tipo de líquido. Uno puede tener preferencias, pero no es que le guste el tinto o el blanco, los nuevos o los viejos, como si eso excluyera a los demás. A mí me gusta el vino, en general, así que le digo que, dentro de las preferencias, me gustan todos.
—Pero ahí me está diciendo que tiene preferencias.
—Sí, que nacen de la experimentación, que es la única manera de saber cuáles me van a gustar más. El tema es que, de tanto experimentar, puedo cambiar de gustos. Lo cual me entusiasma, dicho sea de paso.
—¿Y cuáles son esas preferencias?
—Le tiro un primer dato: las preferencias cambian. Cuando miro hacia atrás, encuentro épocas en que me han gustado vinos de un tipo, y épocas en que me han gustado de otro tipo.
—Deme algún ejemplo.
—Había unos Chardonnay bien untuosos, como si tuvieran manteca, con aroma a vainilla, que me encantaban. Pero después dejaron de gustarme tanto y me parecen un poco pesados. Ahora los prefiero más livianos y fáciles de beber.
—Encontró su paladar.
—Un poco, porque eso tampoco es definitivo. Porque en una de esas, dentro de un tiempo, me vuelven a gustar los Chardonnay untuosos. Qué se yo.
—Qué complicado es usted.
—No tanto. Porque no olvide una cosa: no solo cambia nuestro paladar, sino que también cambia el vino.
—¿Cómo es eso?
—Imagine que a usted le voló la cabeza un Malbec del Valle de Uco de la cosecha 2008, que probó en el año 2013.
—Ok, lo imagino.
—Bueno, si lo vuelve a probar ahora, considere que ese vino tiene más años de evolución que en el momento en que lo probó. Así que el vino ha cambiado.
—Y también puede haber cambiado su paladar.
—Tal cual. Anote esto, por favor: nadie toma dos veces un mismo vino.
—Me hace acordar a Heráclito, que decía que nadie se bañaba dos veces en el mismo río.
—Tal cual. Porque, así como el agua del río cambia durante su curso, aquí cambian tanto el vino como el paladar. Cuando tomamos un vino, lo que hacemos es apresar un momento.
—Que después se transforma en un recuerdo.
—Y ese recuerdo es irreproducible: el lugar donde lo tomamos, la compañía, la hora del día, la temperatura del vino, la comida con que lo acompañamos… las circunstancias de ese recuerdo pueden ser múltiples.
—Es como algo inasible.
—Claro, porque también entra a jugar la nostalgia. Y ahí las buenas sensaciones se entremezclan y pueden ser infinitas.
—Cómo está volando…
—El vino puede hacer volar todos los momentos y recuerdos. “Su música, su fuego y sus leones”, como decía el soneto de Borges.
—Como algo que nunca se atrapa del todo.
—¿Usted conoce la anécdota de Alberto Cortés con el vino?
—Cuente.
—Escribió una letra, pero nunca le pudo encontrar la música, así que la recitaba: “El vino puede sacar, cosas que el hombre se calla”.
—Es bonito.
—Otra metáfora de lo inasible, o de que el vino es tan inabarcable que puede contener todas las músicas.
—Pero tiene que haber vinos que le han dejado huella.
—Sí, unos cuantos. Es más, en mi casa tengo un montón de botellas, vacías, de las cuales cada una es un recuerdo. Están guardadas en canastos, arriba de algunos muebles, como si fueran parte de la decoración.
—Y deben juntar polvo.
—Claro que sí, pero vale la pena. Son parte del tejido de actos felices de mi vida, como decía aquel texto de Manuel Vicent.
—¿Usted cree en los famosos maridajes?
—Sí y no.
—Se vuelve a poner complicado.
—Los maridajes existen, porque hay una combinación química entre ciertos vinos y ciertos alimentos que producen sensaciones armónicas en el paladar. Pero eso no es un credo absoluto que haya que respetar.
—¿Recuerda algún maridaje en particular?
—En Astrid & Gastón, en Lima, uno de los platos era un erizo. Yo me preguntaba con qué vino se podía combinar un erizo, que tiene un sabor tan agresivo. En el menú figuraba que iba acompañado por un Chardonnay de la Borgoña, de una cosecha que tenía unos ocho años.
—¿Y cómo fue?
—Estupendo. Yo no lo podía creer. El vino ya tenía cierto grado de oxidación, y fue una combinación maravillosa. Ahí me convencí de que los buenos maridajes pueden existir.
—Pero una parte de usted no cree en los maridajes.
—No, porque en el fondo, lo que importa es que un vino le guste a uno. Para mí, con eso alcanza y sobra, porque no todos los días comemos en Astrid & Gastón, no sé si me explico.
—¿Usted consume algo que estaría fuera de los manuales?
—A mí los pescados me gustan con vinos tintos. También con blancos, pero prefiero los tintos. Aunque en los mariscos, no. Ahí mi paladar es ortodoxo, y no hay nada como los blancos ácidos y frescos.
—Usted tiene un hábito, de comer maníes salados con distintos vinos.
— Antes de la cena, como aperitivo, me gusta comer maníes salados. Y los puedo combinar con tintos, blancos, rosados o espumantes. No sé qué dirán los manuales sobre los maníes salados, pero a mí no me importa. Es un placer casi diario para mi paladar.
—También le gustan los blancos con las achuras.
—O los espumantes. Es más, le puedo tirar un tip: pruebe mollejas o chinchulines con espumantes. Le aseguro que le van a gustar.
—¿Es más de tomar tintos que blancos?
—Sí, porque hay muchos más vinos tintos. Pero cada vez tomo más blancos. Y ya que estamos hablando de maridajes, le digo una cosa: hay muchísimos platos de un menú convencional en que los blancos van muy bien, pero generalmente se consumen con tintos.
—¿Ejemplos?
—Una tortilla de papa, una pasta… Empiece a probar las pastas con un blanco y se va a llevar una sorpresa.
—¿Y los espumantes?
—Los espumantes buenos van bien con casi todo. Pero yo les tengo mucho respeto, porque más de dos copas me pasan la factura en el cuerpo. Sobre todo, en el dolor de cabeza.
—Ya conoce su medida.
—Es así. Y eso es importante para los que toman vino todos los días: conocer sus límites.
—¿Usted toma vino todos los días?
—Obvio. A menos que me lo prohíba algún médico. Así que por las dudas no les pregunto.
—Su recomendación para alguien que empieza con el vino, ¿cuál sería?
—Que prueben de todo y formen su propio paladar. Que empiecen con los vinos más de abajo y se informen sobre lo que toman. Con un poco de curiosidad, al cabo de un tiempo corto van a tener idea de lo que más o menos les gusta, y van a acumular información como para que los otros crean que “éste sabe de vinos”.
—¿Y alguien “sabe de vinos”?
—Sí, claro. Pero para el que disfruta del vino sin prejuicios, el que más sabe es uno mismo. Nadie puede desmentir lo que uno siente. Ningún experto le puede decir que un vino es bueno si a él no le gusta, y ninguno le puede decir que es malo si a él le gusta. Ahí se termina todo.
—¿Me arriesgaría alguna definición sobre el vino?
—Le diría dos cosas. Una es que un maridaje es la combinación de un vino cualquiera con el paladar único e irrepetible de cada persona. Cada uno puede hacer su propio camino y definir su propio universo en su relación con el vino.
—¿Y la otra definición?
—Cada botella es una promesa de felicidad. Uno la empieza a disfrutar desde el momento en que decide que la va a destapar en la próxima comida. Eso es parte de la magia del vino.
—¿Algo más para cerrar?
—Nunca olvide que el vino es un camino de placer.
