Mauricio Llaver

Malvinas, el viento, el frío y el dolor

(Este capítulo pertenece a mi libro “Viajes con el alma despierta”)

Pradera del Ganso, y un árbol definitivamente inclinado por el viento permanente.

En las Islas Malvinas no se desembarca con facilidad.

El calado del puerto no permite que atraquen barcos de gran tamaño, así que sólo se puede llegar en embarcaciones pequeñas. Si el tiempo lo permite, el crucero se detiene mar adentro, los pasajeros suben a unas lanchas y así se los transporta hasta la orilla. Cuando los agentes de viajes mencionan que uno de los puertos es Malvinas, aclaran que la bajada dependerá de las condiciones del tiempo de ese día.

Por suerte, el 25 de enero de 2016 pudimos bajar.

Lo primero que se encuentra cuando se sale de la rampa es un cartel que dice “Falkland Islands”. Y ahí nomás, una cabina telefónica de color rojo de diseño típico inglés. Y todo empieza a doler.

Puerto Argentino es, básicamente, una calle de unos 500 metros (“Ross Road”) que está sobre la costa, y dos calles paralelas hacia arriba de una extensión similar. Son unos 2.000 habitantes que circulan en camionetas tipo Land Rover con el volante a la derecha, y manejan por el carril izquierdo. Para un argentino, sería una ironía enormemente cruel morir atropellado por no saber que los vehículos vienen desde el otro lado.

En Puerto Argentino nos subimos al ómnibus de la excursión y partimos para el Cementerio de Darwin. A los pocos cientos de metros, el camino ya era de tierra. Y ahí estaba ese paisaje de tantas fotos, de tantos noticieros de la guerra, de una vegetación amarronada, y nombres que evocaban tantas memorias dolorosas: Monte Longdon, Monte Kent, Monte Pleasant.

El guía era un malvinense muy respetuoso, que había vivido unos años en Chubut y hablaba el castellano a la perfección. Por ahí hizo parar el ómnibus y nos señaló un montoncito de piedras, con una forma cuadrada: “Eso era un refugio de soldados argentinos”. Yo me imaginaba a algún soldado agachado, con ese viento, la moral en baja, mal alimentado, lejos de todo.

El silencio crecía en el ómnibus.

Hicimos una parada de media hora en Pradera del Ganso y ahí visualicé en forma definitiva lo que es el clima en las Malvinas.

Cuando llegamos había sol, pero corría mucho viento. A los pocos minutos se nubló y llovió, mientras seguía corriendo mucho viento. Un rato después, todo estaba despejado y seguía corriendo mucho viento. Pradera del Ganso eran unas pocas casas, unos galpones y una especie de gimnasio. Y un pequeño negocio, mezcla de kiosco y almacén.

Después fuimos para Darwin, donde están enterrados los soldados argentinos, y el guía nos solicitó: “Pueden expresarse como lo deseen, pero por favor no lo hagan de manera muy evidente. Si quieren llevar una bandera argentina, pueden hacerlo. Pero no hace falta que la agiten”.

Nunca he sentido tanta desolación como en Darwin, a pesar de que estaba con Paula, mi hermana Mylene y mi cuñado Roberto Ruiz.

Estaban las placas de cada tumba, todo limitado por unas cercas blancas. Y una lista con los nombres de todos los caídos. Y una imagen de la Virgen, frente a la cual algunos rezaron el rosario.

En muchas placas figuraba el nombre del soldado caído, pero en otras decía: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. Yo miraba los rostros de los compañeros de viaje y en todos había conmoción, dolor, incredulidad. Un hombre grande lloraba frente a una tumba y me preguntaba si ahí no estaría enterrado su hijo. Yo iba leyendo los nombres, de a uno, y en una hilera encontré una secuencia aterradora, paralizante: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. “Soldado argentino sólo conocido por Dios”.

Me ponía en el lugar de cualquier padre cuyo hijo no hubiera sido identificado y que pensara: “Mi hijo puede estar acá”. Era enloquecedor.

Un cordobés sacó una armónica y empezó a tocar el himno nacional. El himno nacional en el cementerio de las Malvinas, con el viento, el paisaje tan hostil, las tumbas… era irreal. Después le pregunté cómo se le había ocurrido la idea, y me contó que un amigo suyo había estado en la guerra, y que desde entonces su sueño era tocar el himno en el cementerio. Ni siquiera sabía de música: se compró la armónica, aprendió por un tutorial de YouTube cómo tocar el himno, y se la llevó al viaje sólo para tocarlo allí.

Eran todos golpes al corazón.

Una mujer había llevado una plantita de algo para sembrarla allí. Lo hizo.

Otros caminaban, mudos. Otros lloraban abiertamente. Y todos llorábamos de una manera u otra.

De pronto, Paula me dijo: “No nos podemos ir de acá sin un recuerdo”. Por suerte tenía una bolsita de nylon en el bolsillo, de unos caramelos, y allí guardé un puñado de piedras. Rogaba que no me las quitaran en el scanner al regresar del barco, pero no hubo problemas.

En la biblioteca de mi casa está ese puñado de piedras sueltas. Así nomás, como esparcidas sobre una de las estanterías. A veces, algunos amigos que van a comer me preguntan, divertidos: “¿Y qué hacen esas piedras ahí?”. “Son del cementerio argentino en las Malvinas”. Y se suelen quedar mudos.

El regreso fue difícil. A lo lejos estaba la base militar británica, 1.500 soldados para una población de 2.000 habitantes. Y cuando nos acercábamos a Puerto Argentino, el guía nos mostraba los lugares por los cuales las tropas británicas se habían acercado a la capital, antes de la batalla final.

Insisto: todo parecía irreal.

El paseo por Ross Road, antes de volver a la lancha, por lo menos me permitió despejarme del mazazo de Darwin. Había una iglesia pequeña, pero claro, era “la catedral anglicana más al sur del mundo”.

También había dos supermercados, que serían almacenes en cualquier barrio de la Argentina. Y el Penguin News, el diario de la isla, una casilla de madera por cuya ventana me asomé y sólo vi cuatro escritorios con computadoras. Me hubiera gustado presentarme y conversar con algún colega, pero no había nadie.

Al final de la calle estaba el monumento a los soldados británicos caídos, con el nombre de cada uno grabado en mármol. Y un busto de Margaret Thatcher.

Y el dolor profundo no terminaba, no terminaba, y sigue sin terminar.

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